sábado, 13 de diciembre de 2008

ESOS LOCOS NO TAN BAJITOS

por Jordi Jiménez Aragón Foto:subcomandanta cc flickr


Con frecuencia leemos o escuchamos que la sociedad occidental actual es hereditaria de la antiguas culturas griega y romana. Es cierto. Tanto en lo bueno como en lo malo. Sin menospreciar tantos y tan variados valores positivos, permítanme en este artículo centrar mi atención en un factor en concreto. La sociedad griega clásica nos dio, junto con multitud de otras cosas, el concepto de religión de estado, esto es, identificación entre religión y forma política. Los romanos, herederos de los griegos de un modo mucho más directo que nosotros, pragmatizaron la religión de estado, integrando, o cuando menos tolerando y respetando, en el panteón romano a los dioses de los distintos territorios que se iban integrando en el imperio. Hasta que llegó el cristianismo. Ahí cambio el status quo religioso. Primero desde la clandestinidad y más tarde, con el tiempo, desde una posición de tolerancia, el cristianismo llegó a ser la única religión oficial del imperio romano, recuperando el antiguo concepto griego de la religión de estado, llevándolo a extremos hasta entonces desconocidos. Se pasó de la religión de estado a la intolerancia religiosa. Pero la identificación entre religión y forma política y social llevó la intolerancia religiosa a nuevas cotas. Se pasó de la intolerancia religiosa a la intolerancia pura y llana. Todo lo que no se integrara en el esquema que la sociedad tildaba como “normal” pasó a ser malo, indeseable, incluso demoníaco. Cuantas veces se ha culpado al diablo de los males de la humanidad…

Cuando la humanidad apenas era una ligera sombra de sí misma, los “locos” no existían. No podían. Nacían, pero no prosperaban. Los animales depredadores siempre escogen sus presas entre los individuos viejos, débiles o enfermos. Los australopitecus, homos erectus, etc., hasta llegar a los primeros ejemplares de homo sapiens, que demostraran un comportamiento que hoy pudiéramos calificar como de “locura” eran presa fácil de las fieras salvajes. Por tanto no prosperaban, y dudo que se reprodujeran con éxito.

El avance de la humanidad a lo largo de los siglos y milenios posibilitó la aparición de los locos. Primero fue el paso del nomadismo a la civilización, con la aparición de la agricultura, que permitió el mantenimiento de poblaciones superiores. Estadísticamente, el incremento de población abrió la puerta a la aparición de nuevos comportamientos. Pero incluso en aquellos remotos tiempos, en los que los grupos humanos tenían relativamente poco contacto entre ellos, a causa de la dificultad en las comunicaciones de todo tipo (medios, distancia, lengua, etc.), los individuos que mostraran comportamientos singulares, los locos, para entendernos, no eran repudiados. Eran individuos “tocados” por la divinidad. En muchos lugares y culturas, eran el vínculo entre el dios y la tribu, y con frecuencia ocupaban lugares destacados en la sociedad, en forma de chamanes, brujos, guías o asesores. Su comportamiento errático en relación con el del resto del grupo era, por todo ello, tolerado y aceptado, incluso a veces bienvenido.

Ese estado de cosas, que más o menos se mantuvo a lo largo de extensos períodos de tiempo, sufrió un severo golpe con la religión de estado, y más tarde con la intolerancia religiosa propia de las primeras épocas del cristianismo. A partir de entonces, el distinto, el diferente, ya no estaba tocado por Dios, sino por el diablo. La palabra hereje, que hasta entonces sólo era sinónimo de distinto, adquirió nuevos matices, mucho más negativos y terribles. Aparecieron los endemoniados y las brujas, y multitud de locos fueron eliminados, exiliados o encerrados.
Y así durante largos siglos.

Pero el paso del tiempo tiene algunos curiosos efectos. Algunas cosas empeoran, y otras mejoran, aunque algunas no a la velocidad deseable. Pero bueno, lo importante, como dijo algún poeta, no es llegar, sino empezar a caminar. La humanidad inició un lento proceso en el que se pretendía llegar a adquirir conciencia de sí misma de forma independiente a todo sentimiento religioso. No tanto por pretender desprestigiar o abandonar el hecho religioso como por ofrecer una alternativa válida para personas de toda religión. En ese camino se concibió como bueno y deseable universalizar la educación, y a través de ella, permitir que nos conozcamos mejor a nosotros mismos, poniendo al alcance de todo ser humano (y no sólo, como hasta entonces, de unos pocos) los máximos conocimientos disponibles.

Así como la luz es enemiga de la oscuridad, la sabiduría y la cultura son enemigas de la ignorancia y la superstición. El conocimiento poco a poco generalizado nos permitió a todos, como seres humanos, mirar con otros ojos cosas que hasta entonces eran incontestables. Llegó un momento en el que creer no era suficiente. Además teníamos que saber. De todo y sobre todo, sin descartar nada. La humanidad investigó el mundo que le rodeaba y por último, en un proceso todavía inacabado, investigó sobre el interior del ser humano.

Gracias al (poco) conocimiento adquirido hemos descubierto que los locos no son tales, y mucho menos herejes, endemoniados o brujos. Ahora algunos son enfermos y otros, ni siquiera eso. Hemos ido entendiendo las enfermedades mentales y hemos sido capaces de ofrecer tratamientos que aunque no siempre puedan curar, por lo menos sí pueden ofrecer alternativas válidas para los enfermos mentales, para que puedan hacer vidas normales o casi normales. Hemos ido entendiendo las discapacidades mentales y en algunos casos, incluso sus causas genéticas. Ahora no tildamos a los discapacitados como castigos divinos. Al contrario, multitud de padres de discapacitados mentales califican a sus hijos como una “bendición” que han recibido. Hemos ido entendiendo que la depresión y el estrés son frecuentemente consecuencia de un modo de vida (este sí) de locos, en el que la sociedad nos impone metas casi imposibles de alcanzar.

La cultura, la educación y el conocimiento adquirido nos permite hoy en día ser más tolerantes con aquellas personas a las que ya no podemos calificar de “locas”, sino sólo como personas con enfermedad mental o con discapacidad mental, según los casos. Pero que podamos ser hoy más tolerantes que ayer no significa que todas las personas supuestamente “normales” sean también tolerantes. Todavía podemos escuchar que palabras como “subnormal” o “mongolo” (vulgarización de mongólico, para quien no lo sepa) son utilizadas como insulto. Parece como si las personas que insultan con tales palabras pudieran pensar que el discapacitado mental fuera culpable de su discapacidad. Ello no es así jamás, pero sin embargo quien insulta con esos adjetivos sí que es siempre culpable por su utilización. Tengo un primo hermano que tiene un moderado síndrome de Down, es decir, no afectado de forma severa. Ninguno de mis otros primos es más afectuoso que él, ni está mejor dispuesto a cualquier cosa que se le pida u ofrezca. Insultar es siempre algo triste, feo, que no debería hacerse nunca, ni siquiera a las personas con quienes estamos en desacuerdo. Pero digo yo que, puestos a insultar, me parece mucho peor insulto llamar a alguien intolerante o inculto (cualidades contra las que el esfuerzo personal de cada uno sí puede mejorar mucho las cosas) que no con términos que describen situaciones contra las cuales las personas afectadas no pueden hacer nada, por haberlas recibido así.

Me sumo a toda iniciativa que tienda a integrar a los discapacitados mentales en la sociedad, o a mitigar los males que puedan ser mitigados de aquellas personas que los sufran. Lo hago por convicción, por humanidad, e incluso por egoísmo, no sea que mañana sea yo otro afectado por algún tipo de discapacidad mental. Porque, vamos a ver: ¿les gustaría a ustedes ser tratados como todavía en muchos lugares y por parte de muchas personas se trata a los discapacitados mentales? ¿Verdad que no? El modo en que la sociedad en conjunto cuida de sus elementos más débiles o más necesitados de protección dice mucho sobre el grado de humanidad y respeto de esa sociedad. Hasta hace no demasiado tiempo, los locos eran encerrados de por vida, e incluso se silenciaba su existencia por parte de los propios familiares. Sentían vergüenza. Hoy debería ser vergüenza general no hacer todo lo posible para que todos podamos convivir con respeto, libertad e igualdad de oportunidades. Es más, estoy por pensar que, de no hacerlo, sí que tendremos a quien calificar de “locos”.

A nosotros mismos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

tu comentario se publicará a la brevedad, gracias por colaborar.