jueves, 6 de marzo de 2008

¿FRENAR LA GLOBALIZACIÓN?


Un tema para discutir...

Texto: Paymo Fotos:comandanta y pcesarperes//(cc) Flickr

El ludismo antiglobalizador, sea cual sea su encuadre, es una manifestación de protesta, un deseo de acabar con el actual proceso de integración de mercados. En realidad concita los esfuerzos de todos aquellos que rechazan la economía de mercado y a los que les gustaría contemplar su desaparición. Pero no ofrece solución clara, a no ser que la solución se mantenga tan en el fondo de los deseos que no pueda aflorar a la superficie. Y no ofrece solución alguna porque, si admitimos que la globalización resulta del efecto conjunto del avance tecnológico, de la apertura de fronteras y de la liberación de los mercados, frenar el proceso globalizador requiere contener esas tres fuerzas, una a una, o lograr que las tres, a la vez, dejen de surtir efecto.

Pero ¿cómo se detiene el avance tecnológico? ¿es posible maniatar a los miles de investigadores que, en los más diversos campos, alumbran, con frecuencia, nuevos productos y procesos? ¿es posible lograr que la investigación recorra sólo caminos predeterminados? Ninguna de las preguntas admite una respuesta positiva porque la historia es, en este terreno, concluyente: los avances tecnológicos no se detienen; al contrario, se aceleran tan pronto como, en una determinada disciplina, se ha producido un descubrimiento sustancial. El avance tecnológico resuelve unos problemas y crea otros como por ejemplo el láser que es, al mismo tiempo, un importantísimo instrumento de la medicina moderna y un arma bélica puesto que sirve para dirigir los misiles.

¿Se pueden cerrar las fronteras económicas? Admitamos, por hipótesis, que pueden cerrarse y que las TIC (Tecnologías de la información y comunicación) no impiden ese cierre. Recordemos, además, que no es fácil cerrar, a placer, las fronteras; es decir, bloquear sólo los flujos de comercio que cada Gobierno interesa limitar porque lo que para unas empresas son productos – lo que permite reservar el mercado interno para la producción nacional – para otras son factores – lo que hace que su capacidad de producción se vea disminuida y sus costes aumentados --. Bajo esos supuestos ¿Qué ocurriría a escala mundial? El resultado, sin duda, sería una repetición de lo que ocurrió en el período de entreguerras, el que media entre la Primera y Segunda Guerra mundial del siglo pasado. Por entonces, buena parte de los gobiernos de los países desarrollados iniciaron el experimento de cerrar fronteras para tratar de utilizar sus mercados, y los de los demás, para resolver sus problemas, lo que se denominó la política de “empobrecer al vecino”: si reservo mi mercado y, además, puedo seguir exportando al tuyo, mi ritmo de crecimiento se elevará, con efectos positivos sobre el empleo y la renta. Los vecinos, naturalmente, aplicaron la misma regla y ese cierre continuado de fronteras, instrumentado por medio de aranceles, cuotas y acuerdos bilaterales seccionó los múltiples vínculos que enlazaban a todas las economías e hizo que la depresión y el paro estén encima de todas ellas. El experimento, por tanto, ya ha tenido lugar y la visión librecambista que inspiró los acuerdos de Bretton Woods, de 1944, no respondía tanto a los intereses norteamericanos – a los que, como vencedora absoluta de la Segunda Guerra Mundial, interesaba un mundo abierto --, sino al temor, sentido desde los más diversos foros, de que la desastrosa experiencia del período de entreguerras pudiera repetirse. Una situación que, en los momentos actuales, revestiría mucha mayor violencia porque el trenzado de las economías es considerablemente más denso.

¿Se puede evitar la desregulación, o liberalización, de muchos mercados? Se trata de un problema menor porque lo que prevalece en el mundo, y muy especial en la Unión Europea, no son los mercados libres, sino los mercados intervenidos por medio de una serie de regulaciones y barreras de entrada de considerable amplitud. Al fin y al cabo, la mención de las “reformas estructurales”, tantas veces repetida desde las instancias comunitarias y desde los gobiernos nacionales, equivale a recomendar que se liberalicen los mercados de productos y factores para flexibilizar las economías y acentuar la capacidad de competencia de las empresas. Nadie obliga al gobierno de ningún país del mundo a flexibilizar sus mercados, como nadie obliga a país alguno a aceptar la libertad de movimientos de capital. Es más, en la mayor parte de los países más pobres ni los mercados son competidos ni el capital puede entrar o salir libremente.

Supongamos, finalmente, que lo que desea el movimiento antiglobalización es bloquear, a un tiempo, las tres fuerzas que sobre la globalización actúan: se pone coto al avance tecnológico y se regula; por tanto, su dirección y alcance; se cierran, casi por completo, las fronteras exteriores, de forma que los flujos de comercio sean un mero apéndice de la actividad productiva y se ejerce una férrea vigilancia sobre los flujos de capital, de manera que los países quedan protegidos de la inversión directa no deseable y de las corrientes de capital a corto plazo; y, para cerrar el círculo, se intervienen fuertemente los mercados de manera que sean los gobiernos los que pongan las economías al servicio del ciudadano y no al revés, como, según afirman buena parte de los luditas, sucede ahora. ¿Qué aparece entonces? Una fórmula que ya conocemos: aparece la economía de dirección centralizada sólo que, en esa ocasión, su dimensión sería mundial. Y es posible que sea esa solución, que nunca aparece en las propuestas del amplio movimiento antiglobalización, la que, precisamente, más satisfaga a algunos de sus integrantes. El gran problema es que ya conocemos los efectos y secuelas del modelo, que comenzó a mostrar su verdadera faz con la caída, en 1989, del muro de Berlín. Si los deseos del movimiento antiglobalización son poner en pie un mundo de esas características, lo que se está proponiendo es que los países vayan convirtiéndose, progresivamente, en réplicas de la actual Corea del Norte.

Se ha simplificado el razonamiento y, por tanto, se ha caricaturizado para que puedan advertirse algunas de las inconsistencias del movimiento antiglobalización. Por supuesto, sus defensores más lúcidos no van por ese camino y sus protestas no violentas van dirigidas a poner de manifiesto la cara oscura de la actual integración de los mercados. Pero tales protestas, que reflejan a veces situaciones reales, pasan por alto una serie de consideraciones cuya validez puede ser fácilmente contrastada.

En primer lugar, ningún país está obligado a incorporarse al proceso de globalización; es más, y como ya se ha visto, son los países desarrollados los que participan del mismo, junto a algunos otros países, sin que los más pobres se hayan sumado a la mundialización. Por tanto, cualquier gobierno de cualquier país, si lo juzga oportuno, puede prescindir de muchos de los adelantos tecnológicos –recuérdese que los Talibanes de Afganistán prohibieron el uso de Internet a los residentes en su territorio -- cerrar sus fronteras económicas e intervenir los mercados que funcionen con cierta libertad. Los tiempos del Comodoro Perry han pasado ya y ningún otro país les declarará la guerra por esa razón. Hay que suponer, por tanto, que si muchos países procuran acercarse al núcleo globalizado es porque ven, en esa proximidad, muchas más ventajas que inconvenientes.

En segundo lugar, relacionar la prosperidad de unos países con la pobreza de otros países constituye una visión sartriana del devenir económico y social. Es el “todos somos culpables” que desparramó por el mundo el pensador francés, entendiendo por culpables de todo a buena parte de los habitantes del mundo desarrollado, entre los cuales él mismo contaba. Hay, por desgracia, muchos factores, sobre el que los gobiernos de los países más importantes, las organizaciones internacionales y las empresas multinacionales ejercen nula influencia y que no son, precisamente, palancas de bienestar: los conflictos étnicos, africanos o europeos, las rémoras culturales, los fundamentalismos religiosos y los movimientos terroristas de diversa índole son, en muchos casos, los culpables más directos de la propagación de la bolsa de miseria. Lo que la globalización puede lograr es, precisamente, debilitar la influencia de esos factores y, por tanto, facilitar la modernización de las economías más atrasadas.

En tercer lugar, el avance tecnológico es, probablemente, la solución más adecuada para superar algunos de los graves problemas que amenazan a nuestro mundo. Por ejemplo, el binomio contaminación atmosférica-efecto invernadero. Las convenciones internacionales son, por lo general, enumeraciones de problemas y promesas de buenos propósitos pero no suelen concretarse en nada, y no siempre porque los países ricos las olviden, sino porque muchos de los países en desarrollo tienen prioridades distintas y opuestas a lo que los acuerdos proponen. Ningún país en desarrollo hace mucho caso de las medidas de conservación del medio ambiente porque lo que les importa, de verdad, es industrializarse y crecer, aunque sea a costa de olvidar cualquier propósito conservacionista.

Finalmente, la propuesta antiglobalizadora parte de un error que el análisis económico serio no puede aceptar: que en el mundo existe un fondo de riqueza, un fondo de empleo, un fondo de salarios… Por tanto, el juego del desarrollo es siempre un juego de suma cero porque lo que unos ganan otros lo pierden. Afortunadamente no es así porque cuando los mercados se acercan, todos se amplían. ¿Y que es la globalización sino el gran acercamiento de los mercados?

A modo de conclusión los problemas que hoy aquejan a muchas economías no van a resolverse oponiéndose a la globalización e intentando que las organizaciones internacionales cierren sus puertas o cambien, radicalmente, de forma de actuar. En ninguno de los casos será el mundo más pobre el beneficiado porque lo que necesita, para abordar los problemas de pobreza, no es menos globalización sino más.

La mejor ayuda que el mundo desarrollado puede prestar al menos desarrollado es abrir sus mercados; en especial los agrícolas, generalmente los más protegidos, porque buena parte de la oferta exportable del mundo más pobre está compuesta por productos agrícolas. La reducción de las exportaciones africanas, de 1970 a 1993, supuso una pérdida de renta de unos 68.000 millones de dólares anuales, equivalentes al 21% del Producto interior Bruto de la región. Y ésa es la tarea que debe llevarse a cabo en el seno de la Organización Mundial del Comercio, tarea que, en los últimos tiempos, se ha visto aplazada por las protestas, no siempre verbales, del movimiento antiglobalización.

Además de abrir sus mercados a la exportación de los países más desfavorecidos, convendría que el mundo más desarrollado aumentase su inversión directa en esos países porque la mejor manera de acercar los dos mundos, y los distintos niveles de renta, se produce a través de esa inversión. Pero la inversión no se produce de manera espontánea: requiere un clima que, en el país receptor, la favorezca. Es preciso que los derechos de propiedad se respeten, que la estabilidad política se encuentre razonablemente garantizada, que los trámites burocráticos no resulten asfixiantes y que la corrupción no acompañe, constantemente, a la vida de la empresa. Aspectos claramente mejorables en muchos de los países en desarrollo y, sobre todo, en la mayoría de los países del África subsahariana (tema que ampliaré en un próximo artículo).

Las organizaciones internacionales, especialmente el Fondo monetario y el Banco Mundial, se encuentran en proceso de adaptación a los nuevos tiempos. El Fondo lo está desde la crisis asiática de 1997 y de lo que se trata es, por un lado, de prevenir, en la medida de lo posible, la aparición de crisis generalizadas y, por el otro, de completar los servicios financieros que presta. En cuanto al primer punto, lo que se pretende es reforzar el componente prudencial de los sistemas financieros; lograr, en suma, que, en caso de crisis financiera, los intermediarios sirvan de amortiguador de la turbulencia en lugar de actuar como acelerador de la misma, por lo cual es importante reforzar su solvencia y su capacidad para calibrar riesgos. En este punto, el Banco Internacional de Pago de Basilea desempeña un papel importante puesto que los temas de supervisión le corresponden. En cuanto a los servicios financieros, en especial los que afectan a los países menos desarrollados, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial han puesto en marcha una iniciativa que condonará casi toda la deuda externa de veintidós países, los muy pobres y muy endeudados, dieciocho de los cuales se encuentran en África. Este tema ha sido reforzado, en la actualidad, por la decisión del G-8, Fondo y Banco de condonar la deuda a un número mayor de países.

También el Banco experimenta transformaciones, encaminadas, la mayoría de ellas, a eliminar las bolsas de pobreza más lacerantes; entre otras, lograr que el número de personas que viven en extrema pobreza se reduzca a la mitad en el año 2015, con relación a la cifra de 1990, tarea que requiere actuar en numerosos frentes, desde los financieros y comerciales hasta los educativos y políticos.

Pero no nos engañemos: por importante que sean los cauces y niveles de ayuda, el mundo más desfavorecido necesita algo más que la ayuda para superar su actual situación. Necesita acercarse al mundo desarrollado para encontrar mercados, asimilar capacidades tecnológicas y organizativas y no verse, con indeseable frecuencia, asfixiado por los problemas de la deuda externa. Y esos objetivos los conseguirá más fácilmente incorporándose al proceso de globalización que manteniéndose, como ahora ocurre, lejos de su influencia.

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LUDITAS: Son todos los que, por razones distintas, se oponen a los avances tecnológicos, a los que consideran raíz de múltiples males sociales. Pueden encuadrarse en la calificación de todos aquellos que ven en la globalización una hidra de infinitas cabezas que siembra, a escala mundial, el dolor y la pobreza.

BIBLIOGRAFÍA: Jaime Requeijo, (2006). Economía Mundial. 3ª edición. Madrid: McGraw-Hill.

2 comentarios:

  1. He encontrado interesante el artículo pero a la vez es muy cínico publicar este artículo a través de internet, conociendo la cantidad de polución y contaminación que arrastra cualquier artículo publicado acá, has sido objetivo pero no concreto y has dejado de hablar de un tema fundamental para cualquier ávido lector: Los culpables globalizadores, para mi son Estados Unidos, Israel y Japón, aunque este último si haya firmado el tratado de Kyoto, en cuanto hablar de la pobreza del continente africano es tirarte piedras en tu propio tejado el tema africano podemos resumirlo porque hablar de él no es tema ni medio, internet.
    Africa es una bomba de relojeria y tambien Asia con la diferencia de que los asiaticos tienen y tienden a la revolución industrializada y Africa tienen que buscarse que llevarse a la boca para sobrevivir
    un consejo el papel reciclado es el medio menos contaminante y sobre todo en Africa llega a más gente que internet.
    wolf-art

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  2. Sólo te digo que pienses que sin globalización el mundo estaría más contaminado y sólo sería un vertedero inhabitable, piensa que no tendríamos tratado de Kyoto sin el cual cada país contaminaría indiscriminadamente. En cuanto a los países no firmantes del tratado no es debido a la ineptitud de sus habitantes sino a la de sus mandatarios que pronto veran su error y gracias a la existencia de la comunicación globalizada todo se enmendará. Con respecto a África será un tema que más adelante publicaré en otro articulo y luego hablamos.

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